domingo, 9 de enero de 2011

Mis chicas

Tengo dos chicas, que son la prueba de que con la misma educación y los mismos padres, los hijos pueden ser completamente distintos. La una es estructurada, y la otra desestructurada. La una real y la otra soñadora. La una planificadora, la otra desorganizadora. La una responsable, la otra gamberra. La una quisquillosa, la otra dulce y adaptable. Dos mundos que a la vez se quieren entre ellos un montón y que se apoyan y echan en falta, aunque a veces el cariño se lo demuestren a gritos.

La mayor es la estructurada, pero a la vez llena de fantasía, con una creatividad desbordante. Es capaz de dejarte extasiado y agotado a las siete de la mañana por su energía capaz hasta de aturdirme a mí en mi lentitud matinal. La pequeña tarda en aterrizar todas las mañanas a ese planeta tierra que le dicta que contra su voluntad toca ir otra vez al cole. A la mayor no la han castigado nunca en el colegio, salvo una vez este curso en la que por no chivarse de quiénes habían sido los que habían dado las patadas en la puerta de clase, ella aceptó la penalización como si fuese suya. Eso sí, con su sentido de la justicia lo planteó en la ronda semanal de quejas que tienen en la clase. Vaya si lo expuso.

A la otra, por parlanchina, la vienen castigando de un tiempo a esta parte, por hablar. La última ha sido esta semana, el viernes, cuando ella y su amiga adaptaron la canción que cantan siempre como despedida a una versión rock, según ha confesado. Tarda en confesar sus pecados, porque su orgullo soñador le impide hacerlo. Y el primer día de clase de este año, en su divagar fuera del planeta tierra, ni se enteró de si la habían castigado a ella también o solo a su compañero, al que le pusieron una penalización. "Pero él no habrá hablado solo", le dije yo inquisitivamente, porque la conozco como si la hubiese parido. Silencio por su parte. Y le hice comprender que si al otro le castigaron, por algo sería, y que muy merecido se lo tendría ella también, aunque según parece había tenido suerte esta vez. Y como la madre pesadísima que ellas dicen que soy a veces, traté de aprovechar la ocasión para sacar alguna moraleja. "¿Y qué aprendemos de esto?" les pregunte. La mayor respondió: "Que la vida es injusta", y yo, "sí cierto, pero no solamente eso"; y la pequeña: "Que el cole es una mierda". Así tal cual lo dijo, y yo empecé a reírme a carcajadas porque ésa no era la respuesta que yo esperaba. Yo quería que reconociese: "Sí, yo también tengo culpa, le he distraído al otro, y me he librado por los pelos". Y con el rock que improvisó con la amiga, la otra, más arpía, cuando la castigaron dijo: "Sí, pero Natalia también ha sido". Y Natalia, toda indignada me dijo que al menos el otro, el martes, no se chivó. "Y yo le di las gracias por ello, no como la otra que encima se chiva".

Natalia al final te hace reír siempre, aunque no tenga razón, algo que enfada siempre a Sofía en su sentido de la justicia, y que me reprocha que a ella la regaño más firmemente y que le tolero menos que a la otra. Puede ser. Por otra parte ella es tan machacona, que acabas o capitulando ante su insistencia, o me deja con los nervios destrozados en un "que sí", "que no", que puede durar un buen rato porque ella quiere tener siempre la última palabra. Algo que la otra nunca intenta, pues se calla, para bien o para mal.

Y los días pasan, y los años, y crecen y crecen. Ahora cuando veo bebés, o niños pequeños, no me da ninguna envidia, pues con sus 10 y 7 años, están en una edad en la que cada vez son más independientes, pero a la vez siguen siendo mías. La adolescencia se encargará de recordarme lo contrario. Y no estamos demasiado lejos de ello, pues hace nada eran mis bebés, mis niñas, y ahora cada vez me refiero más a menudo a ellas como "mis chicas".

1 comentario:

  1. Completamente de acuerdo. A mí me ocurre lo mismo con mis dos hijos varones. El racional y el soñador, el que necesita a los demás y el autosuficiente.
    Podría añadir más rasgos, pero son geniales cada uno a su manera.
    A pesar de todo cada vez me resulta más evidente cómo es de inamovible el componente genético por más que nos empeñemos en encauzarlo.

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