sábado, 29 de enero de 2011

Los violines crecen

Uno se da cuenta de cómo crecen los hijos cuando los pantalones les quedan pesqueros otra vez, las mangas de las camisetas escasas, las camisetas muestran sus divinas barriguitas, o cuando los zapatos se les quedan pequeños. Pero yo tengo otra forma, que ocurre con menos frecuencia pero que es prueba inequívoca de que brazos y cuerpo se alargan, y es cuando toca cambiar el violín. Desde que empezó a tocar mi hija hace ya casi 6 años el tamaño del violín va agrandándose. Empezó con uno chiquitín, que parecía de juguete, y ahora ya se aproxima al del tamaño definitivo.

¿Sabían que los instrumentos se compran o se alquilan al "peso" o mejor dicho al tamaño proporcional con el violín de mayores? Empezó con 1/8 de violín, y ahora tiene tres cuartos. El octavo se lo compramos, de lo bonito que es, para que lo conserve como un juguetito para el resto de su vida, pero los otros los alquilamos, pues no merece la pena. Y esta semana he ido por tercera vez al taller de violines donde los alquilamos. Llevas el que se le ha quedado pequeño, y el crío se prueba uno nuevo como si fuesen unos pantalones, hasta el arco ha de cambiarse, el estuche de transporte también, y cuando sales tienes la sensación de llevarte un hijo mayor del que tenías. El violín es la prueba. El taller al que voy es un lugar mágico. En una zona de Ahrensburg, una ciudad dormitorio de Hamburgo situada en Schleswig-Holstein, conocida por su precioso castillo, en una parte de lo más sosa, tiene su taller un violinista profesional y lutier. Acabo de aprender este término, un galicismo (del francés luthier) que no es tan trasparente como la palabra alemana, Geigenbauer ('constructor de violines'), con la que se puede hacerse uno a la idea de lo que hacen. El lutier construye y repara instrumentos de cuerda, y el Geigenbauer construye violines. El mío alquila además violonchelos y otros instrumentos de cuerda, y además de alquilar ahora tres cuartos de violín, tenemos en casa un cuarto de violonchelo, monísimo si lo comparamos con los de tamaño normal, con los que aprendió un Pau Casals como se ve en las fotos de niño, cuando no había instrumentos por tamaño.

El taller es mágico porque entras en un jardín asalvajado que parece la jungla tropical. La menor de mis hijas sale siempre corriendo hacia el estanque, y me imagino un mundo de ranas y príncipes encantados ante la frondosidad tras la que no entra ni un rayo de luz. Probablemente se alimenten de la música que sale de las ventanas de la casa, del ruido del serrar, limar y pulir las piezas del violín. A quién se le ocurriría hacer uno la primera vez. Siempre pienso que hay invenciones mágicas: quién coge madera la primera vez y le da la forma del violín, y no otra forma, coge crines de caballo para el arco, y forma ese instrumento que es uno de los más difíciles de tocar y a la vez el principal de una orquesta. Ningún instrumento, pienso, suena peor si no se sabe tocar bien, y ninguno suena para mí más misterioso.

Sigo sin entender de música clásica, por mucho que por esta casa haya pasado tras el octavo de violín, el cuarto, el medio, y ahora los tres cuartos. Nos acercamos al kilo. No sé si pesará eso, pero cuando mi hija crezca lo que le falta para poder tocarlo, entrará en la edad adulta musical. En ese momento probablemente compremos el "violín entero", que es como se llama al que ya no necesitará crecer más, solo musicalmente hablando.

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