viernes, 9 de marzo de 2012

Duelo infinito

Día duro. Muy duro. Ir a un entierro no es agradable, pero si encima es de un chico de 18 años peor aún. Resulta muy doloroso pensar en esa vida truncada antes de empezarla prácticamente, o al menos a vivirla de forma autónoma, rompe el alma ver a esos padres destrozados, a los abuelos del chico, a los amigos, a todos los que lo conocían a él, o trataban a los padres. Entierro protestante, con una mujer como pastora oficiante. Música moderna. Canciones que le gustaban al chico. Una urna, pues le habían incinerado. Una vida que se acaba, y unos padres cuya vida no volverá a ser jamás como hasta el día en que comenzó su nueva vida, huérfanos de su hijo. Una hermana que ha perdido a su único hermano, y se queda sola. Muchas promesas de la oficiante de que ahora el chico está bien, en otro lugar, más allá, bien acompañado. Duro creérselo cuando ha sido arrancado así de la vida.

El dolor ante la muerte es universal; no los ritos y las formas. En Alemania no se entierra al día siguiente, sino hasta dos semanas después. No hay tanatorios. Los entierros son menos multitudinarios, pues solo va quien se sienta vinculado de verdad con la familia. Suele haber tarjeta de invitación con la fecha y hora del entierro. Suele haber una comida después, costumbre antigua de los pueblos o para dar de comer a los que venían de lejos. Y aquí, al enterrar, cada persona presente, echa algo de tierra sobre el ataúd o la urna, flores o pétalos, uno a uno. Reina un silencio absoluto. En Alemania no se habla del dolor, aunque duele igual. Muchos abrazos, gestos, pero pocas palabras, o ninguna, con la parquitud típica de la cultura. Pero en momentos así se siente igual la cercanía. Me gusta que no se pasa lista por si alguien no va. No se toman en cuenta esas cosas. Pero sí necesitan una cierta solemnidad y sensación de que hasta ese último paso ha sido perfecto: las palabras perfectas en la ceremonia, un libro en el que todos los que han ido firman, para que luego la familia sepa quién ha estado. Y luego en silencio, cada uno a su casa, a nuestros quehaceres, con mal cuerpo, pero pudiendo abrazar a tus propios hijos al llegar a casa, y volver a pensar que para unos padres, eso es lo peor que les puede pasar. En Alemania y en el resto del mundo. Cada ser es irremplazable y en eso no importa la edad. Lo malo de la muerte es que es demasiado definitiva. Perder a las personas que más quieres es una cadena perpetua. Y el duelo en algunos casos infinito.

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