martes, 11 de septiembre de 2012

La casa sin vida

Ayer leí una historia curiosa que desconocía, a pesar de haber visto un par de veces en el Museo de Etnología de Hamburgo el objeto del que trata. En este museo hay una casa maorí que lleva ya 100 años en él. Yo ni sabía que eran tantos años y ni mucho menos conocía la leyenda que la rodea, y siempre he pasado por delante sin pararme especialmente, pues su aspecto era más bien lúgubre en la sala oscura en la que estaba situada.

Estas semanas han venido a Hamburgo un grupo de maoríes de Nueva Zelanda a restaurarla. Los maorís son los primeros pobladores de aquel país. Cuando llegaron los restauradores, le hablaron a la casa como si fuese una persona y le contaron lo que le iban a hacer en las siguientes semanas. Pero ellos no se refieren a la casa como "casa maorí" sino Rauru, el nombre de la casa. Cada casa de esta tribu lleva un nombre y simboliza a una persona, y cada edificación de este pueblo tiene brazos y manos, los lados del tejado, y una cara, que es la máscara en la punta del tejado. Ellos conocen su leyenda, de los ancestros que vivieron en ella y cuyo espíritu sigue viviendo en la casa. Y esta casa tiene una historia triste. Una personalidad importante de los maorís se casó a mediados del siglo XIX e hizo construirle a su joven esposa esta casa. Pero el hombre no se acercaba a la obra con el respeto debido, y como en contra de lo que le aconsejó el sacerdote de la tribu, siguió construyendo la casa, murió su esposa. No aprendió la lección que le dieron los dioses y se volvió a casar. Siguió construyendo la casa. De nuevo murió la esposa. Y tuvo que morir una tercera y el hijo común para que dejara de construirla. Y allí estuvo durante décadas, prácticamente acabada, sin uso. Un hotelero sueco que vivía en Nueva Zelanda la adquirió y la hizo terminar, y la inauguraron en 1900. Le dieron el nombre de Rauru. Dos sacerdotes trataron de quitarle el hechizo, pero como estos dos murieron también al poco tiempo, el sueco la puso en venta, ofreciéndola primero al gobierno de Nueva Zelanda, y luego al mercado de arte internacional  La compró Georg Thilenius, el director que fundó el museo de Etnología de Hamburgo, que la compró por 35.000 marcos de la época. La pusieron en un lugar especial, algo tétrico en mi opinión y ahora, cuando celebren su reapertura, estará situada en un lugar del museo iluminado por luz natural.

No parece que la casa haya traido más desgracia a nadie, y ahí sigue, y el 7 de octubre será su inauguración tras la restauración, con una exposición sobre los maoríes. Los restauradores dicen que la casa lleva 100 años en Hamburgo y que se ha acostumbrado, porque en esta ciudad la tratan con respeto, y que por eso no ha perdido su fuerza, pues además sobrevivó a dos guerras. Extraña historia. Quizá hay casas que nunca debieron construirse, y que se llevan por delante lo que haya dentro. No siempre para solucionarlo se puede arrancar una casa y llevarla a la otra parte del mundo y dejarla reposar 100 años. Pero sería una idea, por qué no. La próxima vez que vaya a este museo, la miraré detenidamente, y a lo mejor me dice algo. Yo me compré hace años una máscara de madera que durante mucho tiempo me hablaba; la madera crujía y crujía y cuando se mudó silenció para siempre. No ha vuelto a emitir sonido alguno, pero ahí sigue. Ahora mismo la estoy mirando y ella parece decirme que no habrá que esperar 100 años para volver a crujir.

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