jueves, 20 de septiembre de 2012

El siguiente paso

Estaba algo nerviosa cuando aparcó el coche. Le costó encontrar el lugar, a pesar de llevar el gps e indicarle éste el mejor camino, pero una de sus costumbres era llegar siempre hasta la puerta de los sitios con el coche, y después buscar aparcamiento. Eso le hizo dar después otra vuelta enorme, pues la zona es un nudo de calles y carreteras que en realidad te empujan a salir de la ciudad, en grandes avenidas, sin siquiera sitio para aparcar a los lados. Volvió a entrar en el callejón que le indicó el aparato la primera vez, pero esta vez, calculada ya la distancia restante a pie, aparcó en uno de los dos sitios que vio en seguida. La mañana era gelida, más de lo que parecería para septiembre, y a pesar del sol, que todavía tenía la fuerza que le recordaba que no hacía tanto era en teoría verano. Había un grupo grande de chicos jóvenes, algunos ataviados con el pantalón de cuero de Baviera y las medias hasta la rodilla típicas de ese atuendo. Vio el cartel de "albergue juvenil", y siguió caminando hacia el número 34 de la calle. Justo en la puerta anterior de otra del mismo centro de la administración a la que se dirigía, había dos hombres sosteniendo una pancarta que decía: "Stop a la expulsión de los refugiados". Ella cogió un folleto que le ofreció uno de los que sujetaban la pancarta, y siguió caminando. Llegó, y subió a la segunda planta, como ponía en el papel. Se anunció en el mostrador de información y le dijeron que pasase a la sala de espera, que informarían a su compañera. Como faltaba media hora para la cita, se sintió cómoda, porque a las citas importantes llegaba siempre con tiempo de sobra, porque temía todo tipo de imprevistos. Escrutó la sala, a las dos o tres personas que pasaron en ese rato por ahí: una chica joven de color, un hombre de aspecto árabe. Cuando la llamaron, entró, algo nerviosa. Empezaron las preguntas, de manera amable, para nada el tono que recordaba de otras visitas a este tipo de oficinas hacía ya más de veinte años, en el que el funcionario no hablaba casi, y tras haber esperado colas, y tiempo interminable, encima sentía como si por ponerle el sellito en los papeles, le hacían un favor impagable. ¿No le habían concedido la plaza en la universidad? ¿Por qué era entonces tan difícil vivir aquí? Ella se reía cuando se lo contaba a la gente: "Puedo estudiar aquí, pero que me den el permiso para vivir aquí es complicado". Por eso ahora, parecía otra situación. La primera pregunta de si sabía alemán se obvió tras un par de frases. De la misma manera el test que hay que hacer para el trámite: al haber estudiado aquí, dijo la funcionaria, se sobreentiende que la cultura general y el conocimiento del solicitante es más que suficiente. Que en qué trabajaba, la edad de los hijos, que si tenía antecedentes penales. Bueno, unos puntillos de nada en Flensburg, el carné por puntos, por algo que la policía consideró gordo, pero que ella jamás entendió. Nada grave, pues la funcionaria sonrió y siguió preguntando. Al final le entregó el formulario para solicitar la nacionalidad alemana, además de una hoja con una lista interminable de los papeles que tiene que presentar en la próxima cita. La conversación fue muy amistosa, la despedida hasta finales de octubre también. Salió contenta, de que todo sea tan fácil. Los dos hombres unos veinte metros más adelante de camino de regreso al coche le recordaron que no es así. La misma pancarta. Ellos no se habían movido del lugar, pues su petición de que personas que entraron como refugiados y viven aquí durante años, en muchos casos con sus hijos que luego son más alemanes que ninguna otra parte, sean obligados a regresar a su país de origen. Se imaginó que muchos de ellos darían todo por tener la alfombra roja que le acababan de extender a ella para realizar el trámite, pues ella no lo había ni pensado antes, pues no quería renunciar a su nacionalidad propia. Pero como podía conservar la suya, la alemana sería una buena propina tras 22 años y medio en estas tierras. Así de injusto es el mundo, pues lo que ella se tomaba como algo divertido y un acto de conciliación entre ella y el mundo en el que vive, para muchos otros se trata de salir expulsados o no de la tierra de acogida. Volvió al coche reflexionando sobre que precisiamente el hacerse alemana le permitirá con su voto pronunciarse contra injusticias así. Un voto no cambia nada. Pero uno, y uno y uno sí. Y arrancó el coche y regresó a su mundo en el que la nacionalidad ahora mismo es mera anécdota.

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