Hoy he vuelto a ver a mi buen amigo el proctólogo. Es ese médico al que acudo cuando mis bajos fondos se resienten algo, a que me dé unos toquecitos mágicos, como yo los llamo. Ya he hablado en este blog de él, pero la visita merece ser mencionada cada vez. No es nada agradable pero merece la pena. Son los momentos en los que alabo a la seguridad social alemana. Mientras que en España no sé cuántas personas "sobreviven" gracias a pomadas, aquí no se calman los síntomas sino que se trata el problema, y en un pispás. A veces acudo pensando que debo ser una enclenque con mis molestias, pero mi amigo el proctólogo me reconforta y me hace sentir que mi visita es siempre debida. Extraña profesión la de estar viendo culos todos los días. Pero se merecen el premio Nobel de la Paz, como el que inventó el friegaplatos y la lavadora.
Lo malo de estas visitas es que luego siempre gasto. No sé si debe estar compinchado el proctólogo con todos los comercios de alrededor de la consulta. Deberían comprobarlo. Yo salgo de la consulta siempre algo herida en mi ego, pues quién reconoce abiertamente lo que te acaban de hacer, y tras pasar por la farmacia, voy directa a darme un homenaje. Hoy fue un vestido monísimo. Hay que ponerse en mi lugar; una es débil. Sales dolorida, y necesitas distraer la mente y volverte a sentir persona y no trasero. Así que señor proctólogo y tiendas del centro de Hamburgo: hasta otra.
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