Hay templos y templos, unos de culto y otros de diversión. En Hamburgo las fronteras entre el culto, lo sagrado y la fiesta son fließend, como se llama aquí a lo que se solapa sin claros límites. Es por eso que no tenemos catedral, como sería lo propio con tantas iglesias importantes como tiene la ciudad, ya que la principal de las protestantes se llama simplemente por su nombre, St. Michaelis, y no es catedral, y la principal de los católicos si que se llama Mariendom, la catedral de Santa María, de la que muchos hamburgueses desconocen su existencia, me atrevería a decir, y su importancia reside en el hecho de ser la sede del arzobispado de Hamburgo, pero nada más.
La verdadera catedral por ser además así llamada es el Hamburger Dom, la catedral hamburguesa. El Dom ocupa la esplanada donde se encontraba la catedral de la ciudad hasta 1805, pero la derribaron, y siguió su función de mercado, que tenía lugar delante de ella, que, con el paso de los años, acabó convirtiéndose en una verbena o parque de atracciones no permanente. Es todo un culto a la diversión, con montañas rusas gigantes, y atracciones para los no miedicas, puestos infinitos de comida, dulce o salada, mezcla de olores, sabores y gente de toda clase. La noria gigante preside la fiesta durante las semanas en las que tiene lugar la fiesta, y se puede acceder al recinto de 1,6 kilómetros de largo desde varias puertas luminosas. Se instala tres veces al año, siempre durante un mes, en primavera, verano y en noviembre/diciembre, la edición que incluye la decoración navideña y un mercado de Navidad.
Nunca me ha gustado especialmente, pero ayer disfruté de la visita como nunca. No sé si fue por el cielo, que estaba precioso con motitas de nubes, en este noviembre de lo más luminoso que he visto aquí jamás, o si porque me fijé en cosas que no había distinguido otras veces en las que todo me pareció más igual. Desde luego que merece la pena pasarse, y ayer me gustó hacerlo de día y noche, es decir, que al ir todavía de día se disfruta del panorama diurno, y al anochecer de las luces. Estaba lleno como nunca, pero la sensación no es nunca de agobio, pues cabemos todos. Los que como yo no se montan en nada, pueden pasear igual, y eso es gratis: no hay que pagar nada para entrar, solo si te montas en algo. Lo difícil es no cunsumir, entre Schmalzkuchen, unos buñuelos pequeñitos deliciosos, las almendras garrapiñadas, salchichas, patatas, fritangas de todo tipo, pescado y comida internacional. Me gusta por ser un escaparate de Hamburgo, de Alemania, y de la sociedad, y porque estos sitios tan maravillosamente horteras y estridentes nos gustan a todos, por mucho que digamos.
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