viernes, 12 de octubre de 2012

Himno a los abuelos

En realidad no sé por qué viajo con 61 kg cuando podría volar con una maletita de nada. Mi hija pequeña lo ha dicho cuando hemos llegado a Hamburgo y nos dirigíamos a casa. Con dos conjuntos tendríamos suficiente, pues la abuela lava cada día lo que echamos a lavar cada mañana, que por la noche vuelve a aparecer limpio y planchado sobre la cama. Con un segundo atuendo para cuando se lava el primero tendríamos suficiente. Y al llegar a casa y sacar la ropa de la maleta, lo único sucio que había era lo que nos pusimos ayer, y entonces he alabado a mi madre, que ha lavado hasta las cosas nuevas que he comprado, y todo llega listo para guardar. Los rotos están cosidos también, y hasta trajimos en la mochila que llevó a la espalda la pequeña una bolsa llena de chorizo, queso, lomo, morcilla y todo lo que necesita el corazón emigrante a su llegada. Antes ha llamado además para decir que nos hemos olvidado de una chaqueta. Y si me acuerdo de la paella que hizo el otro día se me saltan las lágrimas de la emoción. Fue antológica.

No voy a dejar fuera al abuelo, aunque como él no cocina la paella, ni lava, ni plancha, no parece que hiciese nada, pero no es cierto. Él es el recadero. La partida internacional de nacimiento que yo necesitaba ya estaba en su poder a mi llegada a España, por lo que me ahorré el paseo a por ella. Él va también a por el pescado y marisco de la paella, y desde hace años se sucede la misma broca con mi madre: él traerá siempre además de lo de la paella pescado para tres días seguidos. También va a por churros, a nuestra llegada, y a nuestra partida, como los que me he comido hoy antes de salir para el aeropuerto. Él nos lleva y nos recoge, y lleva los coches de mis hermanos a la inspección o les hace recados.

De los seis nietos que tienen se ocupan también, y los nietos los adoran. Las albondigas de la abuela no tiene parangón, dicen los niños de mi hermana. Las croquetas de la abuela son las mejores, dicen las mías. Y van y vienen a recogerlos del cole a menudo, o les dan cobijo cuando están malos. Las mías son inquilinas durante días y se cogen tanta confianza que les imitan e interceden en las trifulcas por temas como el pescado o si la cantidad de churros no es la correcta.

Por eso y muchas más cosas, la despedida en el aeropuerto fue, como siempre, muy entrañable pero silenciosa. Agradecerles en ese momento todo lo enumerado arriba y muchas más cosas es imposible, y para eso hasta se queda corto este post. Si encima añado lo mucho que se preocupan, de si mi hija mayor está como un fideo, como dice el abuelo, o de todo lo que los hijos les robamos el sueño, como dicen, no me queda más que concluir con una frase: que nos duren mucho. Por mucho que mi madre me cuente siempre a mi llegada a España que se ha muerto fulanito o que menganita está en el hospital, y añada que ellos mismos están ya en la lista, viéndolos tan activos y tan queridos no quiero ni pensar en listas de nada. Seguiré dejandome echar encantada los sermones de mi madre, y sus regañinas, como cuando ayer empeoré tras mi salida nocturna la noche anterior y me recriminó haber llegado a las tantas. Y mi padre sacude a menudo la cabeza y formula la pregunta retórica: "¿Podré estar tranquilo alguna vez?" Me temo que no. Lo que pasa es que no le respondemos.

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