Aunque no nos hemos acercado hoy al Vaticano o a sus aledaños era imposible no verse metido entre tanta santidad, aunque la misma se acaba en las apreturas del metro, con un cura que para entrar al vagón pisa a diestro y siniestro o una monja pequeñita que atropellaba a quien fuese para entrar. La fé hace levitar, ya lo sabemos. No era de otra manera en las cruzadas.
Pero nada me amarga el Síndrome de Stendhal que he sentido todo el día. Es ese sentimiento que el escritor francés describió cuando estuvo en Florencia, esa sensación de que el arte te apabulla y te corta la respiración o el gozo que te produce. Roma te embriaga con tanta piazza maravillosa, esos palacios, las fuentes. Me pregunto también cuántos obeliscos robaron los romanos,
que presiden tantas plazas, y las iglesias no se pueden contar, como decía mi hija hoy.
Me acordé con nostalgia en la Fontana de Trevi de la escultural Anita Ekberg, ya que de la tranquilidad de ese baño no quedaba nada. Me hubiese gustado contar cuánta gente había alrededor de la fuente, pero el metro de Tokio en hora punta no tiene más. Y tiramos las consabidas monedas hacia atrás pues se dice que quien lo haga vuelve a Roma. La verdad es que me lo creo y el número de visitantes se multiplica mil veces cada día como hoy y al parecer todos vuelven, más los nuevos, que la próxima vez ya no lo son.
Pero hay estampas tranquilas, como este puente aquí al ladito, uno que une el barrio de Trastévere con esta parte antigua en la que estoy, en pleno barrio judío de hace también unos cuántos siglos. En Roma todo tiene su edad y es ciertamente eterna.
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