sábado, 16 de mayo de 2015

Esa ciudad inagotable

Esta semana he vuelto a Londres. Mis hijas me pidieron volver. Al principio pensé que en la semana de vacaciones que hemos tenido, podríamos haber ido a algún sitio nuevo, pero ahora pienso que no. La visita lo ha merecido, y Londres es cada vez una exper diferente, ya que la ciudad es inagotable. Cada vez que voy veo algo nuevo, y como yo gano en años, mi visión también es otra. Con la edad se fija uno en cosas diferentes.

Desde luego que me podría ir a vivir allí sin ningún problema. Mañana mismo. Es una ciudad muy a mi medida: interminable. Asustan los precios, eso sí, pero supongo que si vives ahí todo irá a la par. No todos los ingleses pueden mantener el nivel de vida londinense, eso es obvio. Los alquileres están por las nubes, el trasporte público parece un lujo, y todo tan absurdamente encarecido. Por otra parte me sorprende que los museos sean gratis. Si viviese ahí, me pasaría horas y horas en ellos, y me conocería cada sala. Estuvimos en el British, y me parece surrealista que entres a un museo así como si pasearas por la calle. Es increíble. Y te topas con la piedra Rosetta, con los frisios del Partenón, con infinidad de momias. Por cierto, los frisios. Tras haber estado hace un par de años en Atenas y ver el Partenón desprovisto de los mismo, me dolió en el alma verlos aquí. Entiendo que a los griegos no se les pase el cabreo. Si yo fuese griega boicotearía al museo y no entraría. Pero como para no hacerlo si no eres griega. Pero es como ver el Partenón en dos partes.

Londres es más que multicultural, y con esto no me refiero al colorido que todos nos imaginamos. Hay una multiculturalidad escondida. El que no es medio sueco, es medio francés, y media ciudad es de fuera: hemos descubierto que londinenses de pura cepa hay pocos. O esos no se mezclan.

Esta vez he entrado en la Torre de Londres. Hasta ahora me negué, por el precio tan desorbitado de la entrada. Pero la edad y estar curada de espanto de cosas carísimas, me hicieron pagar esta vez sin rechistar. Mis hijas querían entrar y vimos las joyas de la corona, los cuervos, los Beefeater, y toda la parafernalia, salvo la parte de las torturas: a ésa renunciamos. Que eran muy bestias, como toda la humanidad por los siglos de los siglos, ya me lo imagino, y no necesito verlo.

Pero el alma de Londres está en el metro. Esos millones de personas que circulan en el Londres subterráneo, apretados como sardinas a las horas punta, que se colocan ordenadamente a la derecha en las escaleras mecánicas tan largas que hay, bajo peligro de morir atropellado por los que caminan por la izquierda. Ahora caigo que deberían circular también al revés aquí, y colocarse a la izquierda, por llevar la contraria como lo hacen con todo. Mi impresión ha sido que todo lo educados que son en cualquier otro lugar de la ciudad, en el metro se les olvida, y atropellan al que sea en andenes o túneles. Y lo de cruzar la calle me sigue pareciendo una aventura, y como no sé adonde mirar, miro en todas direcciones. Más vale.

Como mis hijas tienen sus propios deseos, hemos descubierto también el Londres de los Beatles. Nos acercamos a Abbey Road, para comprobar que el famoso paso de cebra es uno cualquiera, y que los vecinos deben estar hasta los güitos de tanta gente cruzándolo porque sí, y no porque quieran cruzar la calle. Me sorprendió lo cuidadosos que éramos todos y lo poco que entorpecimos. Supongo que no será siempre así y habrá turistas que bloqueen todo el tráfico por la foto, sin importarles nada.

Regresé de Londres hace tres días y sigo molida. Las piernas han hecho esfuerzos titánicos para aprovechar el tiempo al máximo. No obstante se han quedado tantas cosas por ver, que volveremos. No me cabe duda. Siempre que me voy de Londres sé que no es la última vez.

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